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¿Quién es Antonio Rossi?

Por: Álvaro de Balbín Bueno


La procesión se lleva por dentro
La procesión se lleva por dentro

Debo confesar que no me gusta hablar de moral. No me gusta ni la mención a esa idea. Me crié ajeno a la importancia que le daban otros seres humanos a la moral. En mi casa existía el bien y el mal, con matices importantes derivados de un conocimiento profundo de la Historia, pero no había una sección sobre la moral en nuestras estanterías. Incluso cuando era de tamaño de bolsillo, era consciente de que un juicio de valor se inspira en un sesgo personal, y no en una objetividad universal y tan escurridiza como tantos otros cuentos de la civilización occidental. De todas maneras, entiendo que mi propia visión de mi relación pasada con esta idea está condicionada por mi lucha presente contra aquellos que llevan la moral por bandera y son capaces de dormir sin preocuparse por su constante hipocresía. 


Sea como fuere, siempre comprendí lo que otros llamaban moral como ese traje almidonado que te pones para ir a la boda de tu primo Juan o a la entrega del Premio Princesa de Asturias. En casa vas en gayumbos, si hay suerte, o con ropa llena de lamparones y seriamente remendada. Para trabajar eliges algo entre cómodo y formal, entre flexible y estricto, entre oportunista y ortodoxo. Eliges algo que te permita ser tú frente a los que te conocen, y ser quien se supone que debes ser ante el extraño y el patrón. Tanta historia con los vaivenes de la moral para reducirlo al sayo que eliges al abandonar la oscuridad del lecho nocturno... Y, por ello, la moral es un lenguaje; un lenguaje legible, pero tan tangible y de tanta confianza como el alemán o el magiar. Y lo es para los que vivimos la realidad sobre el asfalto, bajo techos frágiles y con necesidad urgente de reparación, y sobre suelos que a duras penas podemos permitirnos. 


Creo firmemente que la moral es ocultación en favor de la convivencia y es un lenguaje que sirve en el contexto de las relaciones de poder. Por ese motivo, evito a toda costa que mi rumbo moral, si tal cosa fuera una realidad en mi persona, pueda leerse en mis formas o en mis ropas. Evito los logos, evito los lemas y las joyas, evito decorar mi cuerpo con palabras, símbolos, dibujos o abstracciones en tinta indeleble. Evito ser identificable más allá de la rareza de mi rostro. En un esfuerzo consciente por disolverme como individuo, al menos en apariencia, conmisero a aquel que intente definir mi compás moral usando mi superficie como única referencia. 


Hay una excepción a la norma, sin embargo. Porque hasta el mejor autómata falla con el tiempo. Las únicas palabras que el forense podría encontrar cubriendo mi cadáver sin identificación están escritas en mi ropa interior. La gomilla del calzón que elijo vestir día sí y día también dice: Antonio Rossi. No sé quién es, o por qué su nombre está en mi ropa interior, pero sé que me representa. Antonio Rossi parece el resultado de pedirle a un generador de nombres italianos un resultado. Antonio Rossi es la marca estocástica por excelencia, porque se disfraza de calidad europea para vender calzoncillos hechos en China. Y no lo hace con parafernalias clásicas, sino que abraza el absurdo tardocapitalista, le da poder a un hombre blanco genérico y se resigna a cumplir su función sin publicidad ni expectativas. Los míos llevan calzones Antonio Rossi, porque son los más baratos y los más honestos, porque son la utilidad disfrazada de consumismo. Tan honesto es que si hiciera zapatillas, las haría marca Zapatillas. Antonio Rossi sería el proveedor de ropa interior en un ultramarinos cualquiera de una república soviética a finales de los ochenta, pero le ha tocado vivir el final de los días. La moral que representa este signore se resume en que su publicidad es el propio calzoncillo con su nombre. No tiene actores posando en la playa o anuncios dirigidos por gentes de Hollywood. Antonio Rossi es, finalmente, un ejemplo de que lo que puede suceder, sucede, aunque nos gustaría que fuera consecuencia de una bonita fábula con moraleja inolvidable.


No hace falta darle muchas vueltas para darse cuenta de que disfruta del verano quién tiene una piscina, y lo mismo ocurre con la moral. La moral es para quien se la puede permitir: flexible y oportunista como un cambio de vestuario a tiempo.


 
 
 

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