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Deslumbrarse: teoría y práctica

Por: Amós Yáñez


Un altar casero al deslumbramiento.
Un altar casero al deslumbramiento.

Ocurre súbitamente y de manera involuntaria, como cuando de noche tropiezas y le das al interruptor de la luz. De repente se minimiza el canal de tu percepción para únicamente dar cabida a la causa de tu deslumbramiento. No sabes si es bueno o malo. No tienes tiempo ni herramientas para emitir un juicio coherente. Tampoco puedes escapar. Es algo con lo que tienes que lidiar


*

El cerebro funciona de manera muy distinta cuando se ve obligado a reaccionar ante un impulso totalizador. 


Supongo que al corazón le pasa algo parecido. No trato de ser un romántico empedernido aquí: la noticia de una muerte o el estallido de violencia también pueden deslumbrar. Ahora bien, si uno pudiera escoger, quizá se decantaría por el amor, pues, puestos a deslumbrarnos, que lo que nos paralice sea la pulsión inevitable del anhelo. 


*


Sucede que el martes pasado bajándome de un bus de la línea 19 choqué de frente con alguien que portaba tu olor, o algo que se le parecía. Tras unos momentos de confusión recobré la compostura y me dejé dominar por un profundo enfado. Cómo te atreves, pensé, a invadir mi espacio ahora. Seguí arrastrando enfurruñado las maletas por la calle hasta llegar a mi portal, donde me detuve unos segundos para fijarme en la letra de una canción de The Cribs que estaba escuchando: «The light within me shines like a diamond mine».

Subí a casa chasqueando los dedos y pasando por el salón vi las rosas blancas que te regalé en otoño. Rosas putrefactas que nadie, ni siquiera yo mismo, se había atrevido a mover de sitio. 

*


Me senté en mi escritorio y mi reflexión continuó. ¿Y si deslumbrarse permite conectar ese desfase sempiterno entre lo que pensamos y sentimos? Esa dualidad tan occidental entre alma y cuerpo. 


Tarareé brevemente la canción de Bomba Estéreo y pensé de nuevo en la metáfora del interruptor. Evidentemente no existe una distinción entre mente y cuerpo, entre alma y psique—son un continuo y siempre lo han sido. Al deslumbrarnos quizá contamos con la luz suficiente para visualizar esa realidad al completo. 


*


Carl Schmitt fue un jurista alemán que proporcionó herramientas argumentativas a un montón de fascistas de mierda, pero admito que siento cierta fascinación por su teoría sobre el estado de excepción, definido como suspensión del orden jurídico. ¿Constituye el deslumbramiento un estado de excepción psicosomático? 


Me reí, pensando en las palabras tan extrañas que uno aprende en la universidad y al girar mi silla percibí cómo un tenue rayo de sol iluminaba una postal de la Costa Brava. 

Quise terminar el argumento para no perder el hilo, como siempre me pasa: si uno ha de reaccionar, si una parte de ti mismo debe restaurar el orden, ¿no es aquella que se impone la verdadera expresión de lo que uno desea? Es decir, ¿nos acercamos a la verdad con el deslumbramiento?


*


Terminé de reírme y la tristeza repentina de sentirte de nuevo en mi espacio me llevó a unos versos decimonónicos de Gaspar Núñez de Arce que mi abuelo un día se puso de estado de WhatsApp: 


«En la infinita sed que nos aqueja,

¿qué es nuestra vida? El sueño de un momento,

onda que pasa, sombra que se aleja,

ave tímida y muda que no deja

ni el rastro de sus alas en el viento.»

 

Qué rastro había de ti en mi deslumbramiento, me pregunté, más allá de mi enfado. ¿Eso era todo? 

*


Se aceleró mi respiración.

 

«Siempre supones porque nunca sabes», me dijiste un día al salir del coche y las palabras cayeron, una tras una, con la solemnidad que experimenta el que sabe que se asoma al abismo. Supongo que tenías razón.


*


Del enfado pasé a cierta sensación de agonía cuando Gata Cattana decidió cantar en mis auriculares que «todo parece desértico».  


Puto Madrid, maldita sensación de zozobra y desarraigo. Yo solo quería desayunar tostadas contigo. 


*


«Y qué hago yo

en medio de Madrid

partiéndome por segundos

como pan en boca de perros»


Eso escribí un día en la plaza de mi barrio, mucho después de la última vez que me abrazaste, cuando me di cuenta de que ya llevaba más de un año en esa extraña capital. 

Entonces quizá no me deslumbré, concluí, pero desde luego estaba saturado, lo cual me suscitó la duda: ¿es la saturación una cronificación del deslumbramiento? 


*


Me alegré ante la sofisticación del planteamiento, como a quien le tiran una cuerda para salir de un socavón en el que yo solo me había metido, un martes a las 19:23. Abrí Twitter y se reprodujo un vídeo bastante explícito sobre la masacre israelí en Gaza. Quise continuar con el esfuerzo teórico. ¿Vivimos saturados por la sucesión de imágenes deslumbrantes?

De todas las barbaridades que se suceden en nuestra actualidad, quizá lo que más sorprenda es la inacción generalizada. Hay rabia, hay «moscas en la puta capital», como decía la canción de Viva Belgrado, pero más bien lo que impera es una sensación de impotencia; a veces convertida en un creativo cinismo o, en el peor de los casos, en pura apatía y resignación. 


*


Entonces reparé en las consecuencias políticas de todo aquello, justo cuando se ponía el sol. Walter Benjamín, que por cierto admiraba a Schmitt, decía en sus tesis sobre la filosofía de la historia que una detención repentina del tiempo (mutatis mutandis, un deslumbramiento) podía conectarnos con otras líneas temporales de opresión para hacer estallar una respuesta colectiva. ¿Es el deslumbramiento un catalizador de la revolución?

Volví a reírme de nuevo ante la frivolidad del asunto. «¿Quién eres tú, descendiente de vencedores de la guerra, para elucubrar sobre estos planteamientos radicales desde la comodidad de tu habitación?»


La casualidad hizo que justo después viese el paupérrimo estado de mi cuenta del banco cuando mi pierna chocaba con el diminuto espacio entre mi cama y mi escritorio. No sé lo que soy, me corregí, pero me permito reflexionar sobre las consecuencias de lo que acontece y a veces incluso me doy el lujo de imaginar alguna alternativa. 


*


Miré por la ventana un rato y me acordé de que tenía que poner una lavadora. Ya parecía que me había calmado, solo había hecho falta perder la tarde. Sabía que no tenía detergente y que el super cerraba pronto, así que me levanté de un brinco, pero justo cuando salía por la puerta de la habitación caí en que no había rematado mi reflexión, así que volví a mi escritorio. La autoexigencia es una forma muy curiosa de inquisición personal. 


El exceso de deslumbramiento conlleva saturación. La saturación implica inacción y apatía. La apatía es muy peligrosa si se politiza. La apatía es el barbecho de la reacción, de lo que se deduce que la saturación, exceso del deslumbramiento, roba y desvirtúa el impulso natural a la compasión. O, más bien, a la indignación que le sucede y que habilita la acción colectiva. 

 

*


¿Hay un riesgo entonces intrínseco en lo fulgente? ¿Deberíamos tenerle miedo? 

Nada más lejos de la realidad: la aparente ceguera que nos cautiva puede provocar vértigo, pero yo me inclino a pensar que, en su forma más pura, lo que deslumbra es motivo de liberación. Nos recuerda la solemne verdad de que nuestra sensación de control es una ilusión impostada, un mecanismo autocomplaciente. 


Quizá, eso sí, uno ha de desarrollar un cierto sentido del olfato para defenderse de su instrumentalización. 


¿Cuidar del deslumbramiento? ¿Cómo es eso posible? 


*


No supe continuar.


Eso de cuidar me hizo imaginarte sonriendo aquel día en el que te fui a buscar a Atocha, cuando habías dormido cuatro horas para verme solo durante veinticuatro. 

A la mierda, dije en voz alta. Me tumbé en la cama y apagué la luz. 


*


No me consumió la pena ni el rencor, lo prometo. En el silencio de la noche acuné mi deslumbramiento con el mayor mimo. Aquel martes, en Madrid, no creo que nadie esperase otra cosa de mí.

 
 
 

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