Dando el sí
- Adela López
- Sep 26
- 6 min read
Por: Adela López

Santa Lucía
Anónimo (Círculo de: Borgoña, Juan de)
Copyright de la imagen © Museo Nacional del Prado
Con el paso de los años, mis amigos han empezado a casarse. Pero no solo vienen las invitaciones, sino que también enlaces que te llevan a una especie de sitio web de la boda, repleto de fotos de la pareja prometida, historias de cómo se conocieron los novios, una pestaña con “RSVP”, y, muy a menudo, una lista de “regalos de boda” –lo que piden los novios para el inicio de su nueva vida juntos.
Mi amiga y yo nos reímos sobre lo que sería un estudio sociológico bien interesante: “Click to Purchase, or Fulfilled?: A Sociological Study of Character and Values Through Registry Requests”. Ella tiene una mirada escéptica: que los invitados gasten tanto en regalos de boda, cuando ni siquiera se sabe la rentabilidad de tales regalos, le parece un despropósito. En efecto, de aquí a cinco o diez años, ¿quién va a seguir con su pareja?
Sin embargo, siento una curiosidad brutal por estas listas. Puede que me guste ver si lo que pide la pareja encaje con la imagen que tengo de ellos, divisar si hay algo que me sorprenda, o simplemente puede que soy una cotilla. La verdad es que estas listas a veces parecen como las que escriben para Papá Noel o los Reyes Magos (o al Tió de Nadal, como quieras). ¿Las parejas optan por pedir estrictamente lo necesario, un ejercicio de utilitarismo caro a su vida nupcial? O más bien, ¿dan rienda suelta a pedir las cosas más random, más caras, más extravagantes, a ver si cuela? ¿Quién necesita una maceta con forma de rebaño de ovejas? ¿O un adorno de ángel LED para el árbol de Navidad?
Algunos parecen encajar en la primera categoría de la utilidad, aunque éstos a veces se tilden de patrones curiosos. Una pareja pide un mazo para la carne, un termómetro de hamburguesas, y un juego de 12 piezas para la parrilla, con brochetas de metal, pinzas, y espátula. O son muy de barbacoa, o muy de canibalismo.
Muchos piden maletas para viajar, una tendencia que parece arrasar no solo con mi generación, sino con las siguientes, impacientes por viajar después de la pandemia antes de que la siguiente nos caiga. Toallas de baño siempre aparecen, en colores y conteo de hilos variados. Una aspiradora de quinientos pavos me hace preguntar si es lujo envuelto en utilidad, o utilidad de muy alta gama.
Es verdad que a veces se percibe lo que no se pide. Ninguna pareja pide estanterías de libros (¿demasiados permanentes para una pareja DINK, o sea, de dual income, no kids?); ni aparecen afiladores para los cuchillos nuevos que acaban de pedir. Hay candelas elegantes para una cena, pero no hay portavelas (o viceversa).
Hablando de cenas, la cocina también ocupa un lugar central en las listas: una piedra para hacer pizzas, un cortador de cebollas, un molinillo para el café, un prensador de ajos… Hasta un mixer Kitchenaid ($499, y que conste, un buen regalo, en mi opinión).
Pero es precisamente aquí en el menaje de casa donde se empieza a ver cosas extrañas. Unos salpimenteros platinados en forma de huevo ($117.00). Una sábana bajera de 140 pavos (seguramente me bajaría la regla encima de ella en cero coma). Un juego de seis platos pequeños de ensalada, por el precio económico de solamente… $520. Pero de repente, los seis platos pobres parecen una ganga: una pareja pide una sola bandeja de servir que vale $220, acompañado por un conjunto de cinco piezas –dos tenedores, dos cucharas, y un cuchillo –por $215. (Pídense 14 sets.)
But wait, there’s more! Escondido entre los otros regalos, como un diamante entre el lodo, a veces se puede rebuscar alguna cosa totalmente inesperada: una prueba de ADN para gatos (“¡Conoce las raíces de tu familiar felino!”, $159). Otra pareja anhela un arenero de gatos autolimpiante que gira como si fuera la Estación Espacial ($799). Una manta enorme y circular, con diseño de una tortilla de harina, para envolverse como un burrito.
Tales regalos estrambóticos sí que son extraños; pero ¿quién soy yo para mirar, a sacar conclusiones sobre la gente? A veces veo una lista de regalos y me caigo en el pensamiento de bueno, con esta lista parecen gente normal. ¿Qué coño es “normal”? Especialmente cuando mis interpretaciones de listas, en lo mejor de los casos, se podría clasificar como observaciones sociológicas; pero en lo peor, un voyeurismo a los deseos capitalistas más públicos de la gente.
Soy plenamente consciente de que tengo más papeletas en ser la rarita en esta situación. Veo videos de extracción de cera de oídos y de granos. Una becaria Fulbright acabada, cansada, que también gasta una cantidad desproporcionada de dinero en un taller de impresión con flores, clases de Pilates para despejarme la cabeza, un bono para ir al Prado y mirar cuadros de santos desolados, desollados o des-ojados (disculpe, Santa Lucía). No soy nadie para dictar cómo la gente gasta su dinero, ni de juzgar quién es “normal” o “extraño”.
Pero ¿cómo llegué a este momento? Alguna vez, llevada por la curiosidad de ¿y qué le habrá pasado a Fulanita?, descubrí una lista de boda con una búsqueda soma, bien abierta a todo el Internet. Quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra.
Por tal medio me enteré, ya hace años, que mi crush de la adolescencia también se había casado. En primaria, éramos los dos estudiantes más avanzados en matemáticas, un título que no le supuso ningún problema de confianza, pero a mí me llevó a llorar cuando no pillaba la teoría de las matrices cuadradas al momento como él.
En su lista de regalos, él y su novia habían pedido un pequeño florero de cristal de casi $400. Dios… ¿quién en la pareja habrá pedido esto? ¿Es algo que se considera normal para una boda? O es algo extravagante pero justificada por la ocasión—cásate y pide algo que nunca pedirías en ningún otro momento—¿como si fuera esa tendencia de lo que le llaman girl math? Sea quien sea, ¿acaso soy yo la que hace girl math en calcular cuánto cada cosa me costaría, recalibrando y convirtiendo a los precios en el equivalente en euros? Otro florero de $600 = casi el precio de mi alquiler, una habitación en un piso compartido. Un marco plateado para una sola foto es de $180 = alrededor de un décimo de mi sueldo mensual. Tantos números—él es asesor financiero—me hacen preguntar si todo esto se puede remontar desde cuando estábamos en segundo de primaria, en clase de matemáticas, cuando yo lloré y él no.
Todo aquello me parece muy lejano; de otro mundo, otra vida. ¿Qué habrá del profesor que nos dio esas clases de matemáticas con siete, ocho años? ¿El que nos preparaba una tarta casera dos veces al año (hasta la fecha, la mejor tarta que he probado)? ¿El que nos enseñó a hacer cálculos en binario, y luego en base sexagesimal, trayéndonos estiletes de zanahoria para grabar los triángulos en arcilla como si fuéramos pequeños amanuenses sumerios? ¿El que nos habló del libro de Dune, mientras éramos unos mocosos de primaria que peleábamos por sentarnos en el hueco entre dos mesas con forma de media luna? ¿El que formaba parte de las manifestaciones estudiantiles en Cornell en contra de la guerra en Vietnam?
Y el que, cuando le habíamos preguntado para quién había votado en las elecciones de 2004 (“Bush o Kerry?”, pareciéndonos una pregunta tan inocente como si hubiéramos preguntado lo que había desayunado) nos riñó, porque teníamos que aprender que el voto siempre es secreto y un derecho protegido.
Veinte años después, ¿dónde estará ese profesor? Sus lecciones que tanto me marcaron… ¿Siquiera van a importar? ¿La curiosidad, el conocimiento, las protestas, las elecciones?
Me gustaría pensar que, como el sistema binario, se podría contestar a estas preguntas con una serie de unos: que sí, que sí, que sí. Pero lo veo tan complicado como las matrices cuadradas que el profesor nos intentó enseñar en su momento. Tantas variables—dónde, cuándo, para quién—cruzadas con el qué pasará, por qué, cómo. Como si estuviera frente al encerado, me veo superada, otra vez más.
Cuando el fascismo no toca a la puerta, sino que nos pega con un ariete a todo golpe, ¿qué hacemos?
¿Y cuál será el precio?
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