El imperio de un bibliotecario
- Leopoldo Albarracin-Castañeyra Medina
- Feb 28
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Por: Leopoldo Albarracín-Castañeyra y Medina
Esto es una obra de ficción.

Flavio Apio llevaba tres años siendo el director de la gran biblioteca teológica de Cesárea Marítima, capital de la provincia romana de Palestina I, pero sus andaduras comenzaron tal que así:
Después de culminar sus estudios de filosofía en la ciudad de Alejandría, el prefecto de Palestina le ofrece trasladarse a la ciudad de Cesárea con el objetivo de ser aprendiz de Pánfilo, presbítero y teólogo que había hecho una gran labor como bibliotecario, haciendo de aquella biblioteca la más importante de todo el Imperio de Oriente en temas teológicos. Pánfilo se encontraba ya viejo y sentía la necesidad de garantizar un sucesor digno para asegurarse de que todo el trabajo desempeñado, que le había hecho conseguir más de 30.000 manuscritos, no quedase en manos de un cualquiera.
Durante su etapa de aprendiz, Flavio Apio fue introducido en los círculos distinguidos y de intelectuales de la ciudad por su maestro Pánfilo, el cual se encargó de que los principales hombres de Cesárea lo conociesen y tuviesen la oportunidad de conversar con él y confirmar que era un hombre instruido como cualquier patricio romano y que era su digno sucesor.
Un día, ambos fueron invitados a una cena en el palacio del prefecto con motivo de la visita de un grupo de reconocidos astrónomos de la ciudad de Damasco. Allí se reunirían, además de filósofos y políticos, algunos comerciantes de los muchos que había en aquella ciudad. Como de costumbre, el anfitrión ofreció a los presentes un espectáculo con música y danzas tradicionales antes del banquete, que hicieron las delicias de los invitados. Una vez terminado, los músicos quedaron tocando una suave melodía de fondo, mientras que las bailarinas se retiraron, salvo una que volvió al cabo de unos minutos y se sentó al lado de la esposa del prefecto. Flavio Apio quedó fascinado con la belleza de aquella joven fina y de cabellos castaños, por lo que al cabo de unos minutos no pudo evitar preguntar a su maestro de quién se trataba.
—¿Quién es aquella joven que estuvo interpretando los bailes y ahora come al lado de la esposa del prefecto? —dijo Flavio Apio intentando mostrar mera curiosidad.
—Se trata de Annia Cecilia —explicaba Pánfilo— la hija del prefecto, de ahí que esté sentada junto a su madre. Ahora tiene unos 20 años y desde pequeña mostró inclinación hacia las artes y las letras, según me han transmitido sus maestros que son amigos míos, de ahí su participación en el espectáculo.
—Entonces, imagino que dominará las lenguas del imperio —añadió Flavio esperando que Pánfilo le siguiera hablando de Annia Cecilia—
—Las habla con la misma fluidez que el mejor de los traductores, pero no solo eso. Está instruida en ciencias y filosofía, pues como te dije, siempre estuvo interesada en ellas.
Después de haber escuchado la exposición de Pánfilo, Flavio Apio no pudo parar de pensar en aquella hermosa joven durante el resto del banquete, de lo cual se percató su maestro, razón por la que éste se atrevió a pronunciar las siguientes palabras:
—Ilustre gobernador —dijo Pánfilo poniéndose de pie, —si me permite la sugerencia, propongo que mi aprendiz Flavio Apio pronuncie unas palabras para todos los presentes. Será mi sucesor como bibliotecario y me gustaría que todos los que no han tenido ya ocasión, lo conozcan.
—Que así sea —concedió el prefecto —yo también quiero escucharle.
Con la autorización concedida y todas las miradas puestas en él, Flavio Apio se dijo a sí mismo que intentaría ganarse la aprobación de todos los presentes, con especial énfasis en llamar la atención de Annia Cecilia.
—En primer lugar, quiero agradecer al Prefecto Marco Horacio por hospedar esta magnífica reunión y permitirme acudir. Como ya saben, soy aprendiz de Pánfilo para relevarlo de su puesto de bibliotecario general. Yo soy natural de la ciudad de Alejandría, donde estudié filosofía de la mano de los mejores maestros y académicos. Ustedes han oído hablar de la biblioteca de Alejandría y de su inconcebible tamaño y riqueza, pero les garantizo que yo conozco de primera mano sus entresijos y funcionamiento, pues recurrimos a ella prácticamente a diario durante mi etapa de estudiante. Incluso he tenido la oportunidad de añadir algún manuscrito a sus estanterías, siguiendo las tesis de mis maestros. Ahora mi objetivo es poner todo este saber y experiencia que les he relatado al servicio de esta gran biblioteca teológica. Espero que confíen en mí como continuador del legado de Pánfilo.
Al acabar el discurso le sucedió una gran ovación de todos los presentes que, asombrados por su exquisita oratoria y un griego muy refinado, realmente lo aceptaron como discípulo de Pánfilo y confiaron que toda la preparación de ese muchacho garantizaría un buen porvenir a la biblioteca. Por su parte, Annia Cecilia, escuchó las palabras de Flavio Apio con mucha atención y quedó gratamente sorprendida por aquel joven del que se había percatado que la miraba con frecuencia durante la comida. Ciertamente, volverían a verse.
***
Durante los próximos meses, Flavio Apio aprendió a gran velocidad y cuando llegó la primavera ya era capaz de manejar la mayoría de los menesteres que involucraba la administración de la gran biblioteca, cosa de la que Pánfilo estaba orgulloso. Además, Flavio Apio dedicó también algunas tardes a encontrarse con Annia Cecilia para charlar y conocerse mejor. Gustaban de caminar por el paseo marítimo, sentarse a la sombra de los árboles del jardín público o asistir a espectáculos que se ofrecían de vez en cuando en el teatro. En esos encuentros hablaban de temas variados, sobre sus vidas, inquietudes y noticias locales de la ciudad. Compartían gran cantidad de puntos de vista y tenían visiones similares en muchos aspectos, de manera que en poco tiempo consiguieron una gran complicidad.
Al cabo de pocas semanas habían adquirido la costumbre de reunirse todas las tardes en una esquina del hipódromo, cuando Flavio terminaba con sus obligaciones con Pánfilo.
—Me ha dicho Pánfilo que la próxima semana tiene pensado hacer un acto oficial conjunto con tu padre, el prefecto, donde anunciará su retirada como gerente y mi nombramiento como nuevo bibliotecario —anunció Flavio cuando se hizo un silencio entre sus conversaciones.
—¡Eso es fantástico! —exclamó Annia con alegría —Me sorprende que vaya a ser tan pronto.
—A mí también, sinceramente. Pánfilo dice que ya estoy preparado, pero yo no estoy tan seguro de ello. Llevar una biblioteca tan importante como esta es una gran tarea y no estoy confiado de ser tan buen director como lo fue él.
—No digas bobadas. Tú sabes que Pánfilo es un hombre sabio, y si él considera que es el momento, significa que te ve preparado, no hay más historia —expuso Annia en tono conciliador.
—Tienes razón, como de costumbre —zanjó Flavio —También le pregunté si tú podrías asistir, pues ya sabes que a las mujeres jóvenes no se les suele permitir acudir a tales ceremonias, y me dijo que en principio no, pero siempre podrías insistirle a tu padre para que accediese. Nada me gustaría más que verte allí.
Annia se quedó sorprendida ante las palabras de Flavio y no pudo disimular la ilusión que le causaron cuando su expresión quedó ruborizada.
—Claro, por supuesto que iré. Convencer a mi padre no será un problema.
A la semana siguiente Flavio Apio sucedió oficialmente a Pánfilo como director de la gran biblioteca teológica de Cesárea Marítima a la edad de 25 años, siendo así el más joven en conseguirlo. La toma de posesión tuvo lugar en el salón de actos del palacio de Marco Horacio, a la que asistieron los representantes de la más exquisita sociedad romana, entre los que se encontraba, por supuesto, su querida Annia.
Varios meses después tuvo lugar la boda de Annia Cecilia y Flavio Apio, pues su relación rápidamente se llenó en un profundo amor mutuo y, teniendo en cuenta la posición que Flavio ostentaba, ni siquiera el Marco Horacio, padre de Annia, puso impedimento alguno a su unión. Él pensaba que Annia nunca se casaría y que se dedicaría toda su vida a la filosofía, pues todos sus intentos de casarla con militares o ricos comerciantes habían resultado en vano, por tanto accedió de buena gana a su unión con Flavio Apio.
En la actualidad Flavio Apio lleva tres años como bibliotecario en los que ha conseguido seguir incrementando la cantidad de volúmenes de la biblioteca, además de fundar, junto con el obispo Eusebio de Cesárea, el “Círculo de Pensadores Cristianos”, una organización académica que se dedicaba a transcribir, traducir e interpretar libros y obras sobre el cristianismo y que estaba ganando mucha popularidad. De hecho, por aquel entonces ya contaban con ateneos en la propia Cesárea, Alejandría y Damasco, con la previsión de seguir expandiéndose por las ciudades más importantes del imperio.
Ateneo de Cesárea, donde se reunía el Círculo de Pensadores Cristianos.
Un viernes por la mañana, como era de costumbre, tenía lugar la reunión de los filósofos y administradores del Círculo de Pensadores. Un total de siete personas contando con Flavio como presidente y Eusebio como secretario de la misma se darían cita en el ateneo de Cesárea para discutir vicisitudes típicas de tales menesteres.
La hora de encuentro era a las diez ante meridiem, pero ya rozaban las once y Eusebio era el único que faltaba por presentarse, cosa inaudita, pues todo el que lo conocía reseñaba de él una impecable puntualidad. Ante una situación tan anormal, Flavio rompió los murmullos que inundaban la sala diciendo:
—Queridos miembros del consejo.Eusebio está ausente para sorpresa de todos, por lo que propongo que comencemos sin él. Ya me encargaré yo de hacerle saber aquellos acuerdos a los que lleguemos tan pronto como lo vea de nuevo.
Todos los asistentes estuvieron de acuerdo en la proposición de Flavio, por lo que la reunión transcurrió sin mayores problemas. Durante todo el encuentro, Flavio estuvo disperso, le costaba concentrar su mente en los asuntos que se discutían, pues no paraba de pensar en que es lo que había podido sucederle a Eusebio. Barajó muchas posibilidades, unas más alocadas que otras, pero no pudo sacarse de encima un sentimiento de mal presagio. Durante el resto del día se sintió inquieto e incluso le costó conciliar el sueño, pues un aura negativa en torno a toda esta situación le perturbaba. Debía ir a buscar a Eusebio a la mañana siguiente.
Se despertó varias veces durante la noche, por lo cuando sucedió la última de ellas decidió levantarse. Sería un poco antes de las seis de la mañana, ya que la oscuridad de la noche iba dando paso a una incipiente claridad, por lo que se dispuso a vestirse. Todavía acuciado por esa aciaga sensación no tenía apetito, solo tomó un par de sorbos de leche y unos cuantos higos secos. Todavía masticaba el último higo cuando cruzó el umbral de su puerta exterior.
Una vez en el palacio episcopal, Flavio se dispuso a entrar y preguntó al primer sacerdote que vio:
—¿Dónde se encuentra Eusebio? - Dijo sin siquiera detenerse en saludos formales.
—Según nos comunicó, se ausentaba unos días. Acudió a la ciudad de Tiro para recoger unos códices para unas investigaciones que está llevando a cabo, pero no dio más detalles - explicó el clérigo, sorprendido por la visible agitación de Flavio.
—¿Hace cuanto tiempo que marchó?
—Desde ayer al alba.
Flavio quedó quieto y en silencio por unos pocos segundos, tras los cuales atinó a decir:
—Entendido. Subiré a su despacho, pues necesito unos documentos para el Círculo de Pesnadores.
El clérigo asintió con la cabeza y continuó su camino. Por otro lado, Flavio, que seguía sin encontrarle sentido a toda esta situación, se le ocurrió buscar alguna nota en el escritorio de Eusebio, que tenía un cajón secreto, como todo buen escritorio de alguien con poder. Lo que le dijo al sacerdote fue simplemente una tapadera.
Una vez en el despacho, se apresuró a abrir el cajón secreto. Miró y halló un sobre en el que se leían las letras F y A, que él interpretó como las iniciales de sus nombres. Al abrirlo una pequeña carta decía:
Supongo que si lees esto habrás notado mi repentina desaparición y habrás llegado hasta aquí haciendo uso de la inteligencia que hizo que Pánfilo se fijara en ti. Efectivamente, no estoy en Tiro por gusto. Pesa sobre mí una acusación de herejía por mis estudios sobre las sagradas escrituras que no han sido del agrado de algunos. Se celebrará mi juicio en pocos días, siendo mi mejor destino quedar encarcelado por algunos años. Te pido que no interfieras. Todo está atado para que mi desaparición se piense fortuita, pues el juicio será secreto. Si tengo la suerte de volver con vida espero que me hayan echado de menos.
Flavio Apio no daba crédito a lo que acababa de leer.
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