El brutalismo es el opio del pueblo
- Alba Martínez Marcos
- Feb 28
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Por: Alba Martínez Marcos

Este mes, como muchas otras, he peregrinado a una de mis salas de cine favoritas para ver The Brutalist. Pero no, este artículo no va a consistir en arrugar, estirar y repensar la película sobre la que todo el mundo ya tiene una opinión. Más bien quiero tratar sobre las imperfecciones de lo simbólico y lo maleable de las ideas; sobre cómo éstas pueden transmutarse hacia confines totalmente opuestos a los iniciales.
El brutalismo es visto como feo en el imaginario popular. Incluso los actores que representan este estilo arquitectónico en The Brutalist parecen imitar sus formas a través de sus rasgos: angulosidad, sobriedad y austeridad. El origen del brutalismo en términos arquitectónicos proviene de la necesidad de construir viviendas sociales de bajo costo. El predominio de la función sobre la forma parece eximir desde la superficie toda belleza. Hay una ausencia de artificiosidad en lo creado. La basteza de la construcción parece retar a la espectadora. Este diálogo con los muros, con las medianeras, con los pilares parece incomodar. Hay quienes asocian el racionalismo con la decadencia urbana.
L’unité d’habitation de Le Corbusier, sin embargo, parece batallar con dichas ideas. Mediante una vivienda residencial edificada en Marsella -una de las ciudades con mayor segregación socioespacial de Francia- el brutalista logró separar el rechazo latente sobre las viviendas públicas asociadas a este estilo a través de la imagen de una utopía innovadora. La construcción de espacios comunales para el ocio y para la reunión difuminó el material barato y, más importante, la categoría social y de clase de las propias residentes. La dotación de servicios como una piscina, un gimnasio, una escuela infantil o un centro de compras dignificaba -¿o acaso no pretendía transmutar el sentimiento de pertenencia hacia un imaginario más característico de clase media? El objetivo de establecer nexos entre las convivientes se tradujo no tanto en la formación de una conciencia de clase forjada en la unidad, sino más bien en un disfrute cotidiano carente de vida más allá de los límites de lo privado.


Propaganda para vender los dúplex de lujo de Torres Blancas. Fuente: Madrid Brutalism
Desde Madrid, momento en el cual la ciudad se encontraba en un desarrollismo urbanístico imparable a causa del éxodo rural, arquitectos y constructoras cercanas al régimen franquista vieron en el brutalismo una oportunidad para revertir lo social y lo colectivo de los fundamentos del movimiento arquitectónico. Convertir España en “un país de propietarios y no en un país de proletarios” empezó por reapropiar aquello asociado a la clase trabajadora para dirigirlo hacia una clase aspiracional y cercana a los valores de clase media. Los edificios feos -brutalistas- fueron destinados a un público de élite, donde servicios equiparables a aquellos otorgados por L’unité d’habitation servían, paradójicamente, para reforzar los principios de la dictadura: la exclusión residencial voluntaria fomentaba la familia de honor, así como el consumo asemejado a la clase media erradicaba todo atisbo de insuficiencia proletaria. Sáenz de Oiza ejemplifica cómo el brutalismo fue instrumentalizado según los intereses del régimen. Dicho arquitecto diseñó tanto la ciudad jardín Torres Blancas como el complejo de viviendas El Ruedo. Mientras que la primera muestra una imagen de exclusividad, la segunda es un “experimento” que constriñe y limita. Oiza se comporta como un artífice de dos cabezas: explota las demandas del mercado a través de residencias de lujo a la par que se encomienda a reproducir socialmente aquello que ya se encuentra denostado. El Ruedo retoma las ideas de precariedad asociadas al brutalismo en tanto que las viviendas son baratas, pequeñas y claramente destinadas a un público procedente de poblados chabolistas. Así, aunque ambas construcciones inserten el principio de segregación, la primera de ellas lo ejerce desde una posición de poder, de forma voluntaria, mientras que la segunda no tiene más opción que encerrarse en sí misma, tanto por su ubicación -incómoda y difícilmente accesible al encontrarse al lado de la M-30- como por sus características culturales, de clase y de procedencia. Ese menosprecio latente a lo brutalista, por lo tanto, no parece estar fundamentado en una cuestión estética. Si lo feo se acompaña de categoría, éste pasa a ser innovador y experimental. El rechazo proviene de su razón de ser y de para quienes está destinado.

Que dos contrarios pueden darse al mismo tiempo es algo que se tarda en aprender, pero que desata muchos nudos cuando se entiende. La imagen de la que se sirve el brutalismo, alejada de la artificiosidad, ha servido como herramienta aspiracional. La Torre de Valencia es un edificio monumental, sin embargo, no hace alarde de una grandiosidad en la que cualquiera sería incapaz de verse representada. La creación artística se yergue como argumento de las residentes, potenciando, así, lo exclusivo de su hogar. La ausencia de revestimiento y de pomposidad, no obstante, devuelve a aquella incomodidad encontrada en el diálogo con estas construcciones. La funcionalidad se sobrepone a la forma y, por lo tanto, lo brut encaja -y mucho- con toldos verdes, vajilla Duralex, suelo de terrazo y paredes de gotelé. ¿Podría el brutalismo equipararnos a todas como iguales? ¿Erradicar el sistema de clases?
Sin embargo, el estatus se impone a lo utópico y la disconformidad de lo feo, de lo cutre y de lo imperfecto radica en el reflejo que ello mismo nos otorga. Yo, leal defensora de mi periferia sureste, podría identificarme mayormente con El Edificio Princesa que con Casa Gallardo, aun sabiendo que jamás podré acceder a ninguno de los dos. Ello provoca un sentimiento de proximidad que, posteriormente, podría conducir a emular la transfugación de la posición de clase correspondiente: por ejemplo, a comprar un bajo exterior en un PAU, feo y con material barato, pero que permite a mis hijos jugar con otros pauers en vez de compartir espacio en el parque infantil.
“En las ciudades meridionales las casas se acercan, se juntan, hasta besarse los aleros de sus tejados. Sobra luz, sobra sol, y el aire caliente agosta a las personas como a las plantas: hay, pues, que buscar sombra y frescura […]. Y, sin embargo, la aspiración constante es tener calles rectas y anchas, porque así las tienen los otros.” Ángel Ganivet en Granada la bella, 1896.
El deseo se fundamenta en lo que nos gustaría llegar a ser, y no tanto en cuestiones estéticas o, incluso, en cuestiones funcionales. Tanto los anhelos como las ideas se encuentran al servicio de la hegemonía. Propuestas utópicas pueden ser maleables hacia intereses totalmente opuestos a los iniciales. Es por ello que la reivindicación de lo feo, del otro patrimonio ajeno a los focos debe pasar por rememorar sus orígenes. Más que un servicio de portería o que una piscina, reflexionar sobre la historia colectiva, así como recordar y reconocer a quienes estaban destinadas dichas viviendas públicas, es lo dignificante.